Opinión

¿Vale lo que cuesta?

Artículo de opinión de Ángel Sanz Granda, consultor en Evaluación de Tecnologías Sanitarias, acerca del pago por servicios profesionales farmacéuticos.

Ángel Sanz Granda, consultor en Evaluación de Tecnologías Sanitarias

angel sanzEn palabras del gran experto mundial en el campo de la estrategia empresarial, Michel Porter (What is value in health care? N Engl J Med. 2013;363:2477-81), el valor en el cuidado de la salud se define como el resultado de salud que se obtiene por cada dólar gastado. Por ello, la consecución de valor deberá ser el objetivo de cualquier sistema de salud porque, realmente, es lo único que buscan todos los actores integrados, desde los profesionales de la salud hasta el propio paciente. Una consecuencia se puede extraer de lo dicho: el valor se debe medir en outputs (resultados) y no en inputs (recursos).

El farmacéutico está integrado en la cadena de valor de la salud. Por ello, nuevamente en palabras de Porter (The strategy that will fix Health Care. Harvard Business Review. 2013;91:50-70), su objetivo es maximizar el valor para el paciente, lo que se conseguiría obteniendo el mayor resultado de salud y al menor coste posible.

Existe actualmente una gran corriente en favor del desarrollo de nuevos servicios profesionales en farmacia comunitaria. Dichos servicios están dirigidos hacia la mejora de la salud de los pacientes. Y, dado que ello supone un consumo de recursos para el farmacéutico, se plantea una remuneración obvia y adecuada para el desarrollo de los mismos.

Cuando esta adecuada actitud profesional se observa desde la perspectiva del valor añadido por el farmacéutico, sólo caben dos opciones para que el sistema de salud lo acepte sin reparos: que los servicios profesionales incrementen el resultado de salud en el paciente o que reduzcan el coste al pagador del sistema de salud. Así pues, cuando aparece un nuevo producto o servicio, el pagador esperará conocer el valor del mismo antes de tomar una decisión sobre su entrada en la cartera de prestaciones rembolsadas por el sistema de salud. De otra manera, nadie pagará ningún coste por algo de lo que desconoce su valor.

Lord Kelvin (el físico que dio nombre a los grados Kelvin) dijo “Si puedes medir aquello de lo que estás hablando y expresarlo con números, entonces sabes algo sobre ello. Pero si no puedes medirlo, si no puedes expresarlo en números, tu conocimiento es bien magro e insatisfactorio”.

Kelvin apunta al núcleo de la cuestión. Si el objetivo es mejorar el resultado de salud, es imprescindible medirlo antes y después para mostrar su variaciiiiion. En caso contrario, estaremos hablando de percepciones y actualmente, en el campo de la salud, en donde sólo se puede hablar de Medicina o Farmacia basadas en la evidencia, no caben las percepciones subjetivas. Sólo el método científico, por el que cualquier hipótesis ha de ser probada empíricamente y su resultado puede ser reproducible por otros.

La Farmacia Comunitaria se enfrenta en la actualidad a un gran reto: mostrar la ventaja competitiva –aumentando el valor- derivada de su actuación profesional. En este reto no valen más que las evidencias científicas porque, de otra manera, si no se mostrara dicho valor en un servicio profesional, nadie estará dispuesto a pagar por el mismo. Y, lo que es peor, el sistema lo apartará de la cadena de valor de la salud.

Pongamos un ejemplo práctico: los Sistemas Personalizados de Dispensación o SPD. La hipótesis de trabajo es que los SPD incrementarán la adherencia y persistencia al tratamiento prescrito. Es decir, contribuirán a solventar un grave problema actual, la falta de adherencia, por el que todos los actores del sistema se han unido para realizar un plan de actuación. Si nos quedáramos sólo en la hipótesis, el pagador se enfrenta a un servicio del que desconoce si tiene algún valor pero al que comunican un precio asociado. La decisión más fácil es negar ningún pago, al menos hasta disponer de pruebas del verdadero valor del mismo. Esto es lo que han pensado dos Comunidades Autónomas, una, negando rotundamente su valor, la otra, influyendo para minimizar su coste.

Imaginemos ahora que se ha llevado a cabo en España –y publicado en una revista peer reviewed- un estudio aleatorizado y controlado por el que se ha mostrado: a) un incremento estadísticamente significativo de la adherencia al tratamiento farmacológico en pacientes con diabetes tipo 2 de los pacientes del grupo de SPD respecto del de dispensación estándar; b) un descenso estadísticamente significativo del valor de la hemoglobina glucosilada en los pacientes del grupo de SPD, y c) una reducción consiguiente del riesgo relativo de, entre otros, infarto agudo de miocardio en los próximos 5 años. Supongamos, para finalizar, que la conclusión del estudio mencionado indica que se podría evitar 1 infarto por cada x pacientes dispensados mediante SPD (además de otras complicaciones macro y microvasculares).

El coste indicado por el Ministerio de Sanidad (Portal Estadístico) para el GDR del infarto agudo de miocardio (121 y 122) es de 9.077-10.079 euros; el indicado para el ictus cerebral (GRD 014) es de 38.570 euros. Es decir, el valor para el paciente de esa intervención farmacéutica sería el de las muertes evitadas, además de la mejora en su calidad de vida. Asimismo, el valor para el sistema de salud sería el de disponer de un servicio que ha mostrado ser útil en mantener y mejorar la salud de sus pacientes (que es su objetivo principal) y obtenido al menor coste.

Obviamente, ese menor coste nunca podría ser cero ni inferior a un mínimo aceptable porque, en ese caso, la farmacia comunitaria sí estaría en disposición de negociar un precio en base a la ventaja añadida que presenta su servicio. Pero en caso de no disponer de la prueba del valor del servicio, el pagador siempre estaría planteándose la pregunta ¿Vale lo que cuesta? y posponiendo un pago hasta la resolución de la misma.

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