Artículo de opinión de César Nombela, rector honorario de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y presidente de la Fundación Carmen y Severo Ochoa.
Ha llegado recientemente la aprobación en España de una ley que establece la eutanasia y el suicidio asistido como una práctica legal basada en la Medicina. Por muchos argumentos en los que se quiera envolver, la práctica médica, y la de los profesionales sanitarios en general, no puede ser otra que curar, aliviar o acompañar en la enfermedad, nunca la de dar muerte deliberadamente a ninguna persona.
Como en otras situaciones que sin duda se dan en la vida, algunos ejemplos de gravedad excepcional, situaciones-límite, se han utilizado como pretexto para considerar que la eutanasia puede ser una práctica normal. Tal es el caso de enfermos crónicos graves con una prolongada situación de deterioro físico, o el de enfermos que pueden permanecer en coma durante periodos de tiempo indefinidos. Excepcional es también, y ciertamente rechazable, el que el Parlamento y el Gobierno hayan omitido cualquier consulta al órgano asesor legalmente establecido para estas cuestiones, el Comité de Bioética de España. La postura contraria a la eutanasia ha sido sustanciada claramente por el referido comité, en un documento impecablemente argumentado.
Parecería que en lo transmitido a la opinión pública por parte de los proponentes se han ocultado deliberadamente dos hechos: primero que los países del mundo que han legalizado la eutanasia son una escuálida minoría, en Europa apenas los países del Benelux y Suiza (en donde sólo es legal el suicidio asistido). Segundo, que en varios de ellos, la aprobación de la eutanasia resultó insuficiente, desde el primer momento, para los proponentes de la muerte estandarizada. En Holanda, por ejemplo, se procedió enseguida a “despenalizar” la eutanasia de bebés nacidos con graves discapacidades y en Bélgica hace poco se ampliaba la eutanasia a menores. Otras iniciativas en marcha en estos países son abrir la eutanasia a personas sanas que decidan que su vida ya no tiene sentido.
Todo ello ilustra el que la legalización de la eutanasia supone abrir una pendiente resbaladiza que no tiene límites. La supuesta justificación de que debe primar la autonomía del enfermo, para pedir que se termine con su vida, no siempre se cumple. De hecho, hay numerosas indicaciones de que una proporción de las eutanasias que se practican no responden a la prescripción legal que exige la libre solicitud por parte del enfermo y la conformidad de dos médicos. Así lo pensó hace años la filósofa Laura Bossi, al afirmar que la legalización de la eutanasia no conduce a una mayor responsabilidad del enfermo sobre el final de su vida, sino al resultado inverso, a un incremento del poder médico y a una estandarización de la muerte. Para Bossi, además, la legalización de la eutanasia no se quedaría en una formalización de una autorización: transmitiría a enfermos y a personas dependientes, que ya sufren el sentimiento de ser inútiles y de estar a cargo de sus allegados, el mensaje de que la sociedad les invita a dejar de ser una carga para los demás y a dejar sitio.
Todo lo que concierne a la muerte, como final inevitable de la existencia humana, impregna, como es lógico, la actitud de todos los que nos llamamos –y somos- los mortales. La percepción de que la muerte es inherente a la condición humana supone un acontecimiento fundamental en la etapa de maduración del niño. La muerte, como hecho cierto, rodea a todas las circunstancias de nuestra vida social, etapas ha habido, desde que el hombre habita la Tierra, en que lo común era que la muerte podía tener lugar en cualquier periodo de la vida, desde la niñez a la ancianidad. Así sigue siendo en muchos ámbitos y lugares del mundo, si bien en el privilegiado occidente que habitamos, es percepción común el que la muerte normalmente llegará tras una vida prolongada a la que todos aspiramos, aun cuando es inevitable el tener presente que nos pueda llegar la hora en edades no muy avanzadas, o que el alcanzar edades más avanzadas pueda sucedernos en situaciones de gran limitación, como la enfermedad o la dependencia más o menos acusada.
La eutanasia, a cuya introducción como hemos dicho se resisten numerosos países, indica la existencia de una profunda deshumanización de nuestras sociedades. La vía más humana y humanizadora para acompañar a quienes viven sus últimos momentos es sin duda la de los cuidados paliativos. En mis conversaciones con quienes se dedican a la atención de personas de edades avanzadas he podido percibir que es muy raro que los ancianos expresen el deseo de morir, y mucho menos que pidan que se les cause la muerte. Es la falta de esta opción de cuidados paliativos la que puede conducir al ser humano altamente debilitado a desear la muerte. Esto pone muy en cuestión el valor de esas encuestas, respondidas por personas en buen estado de salud, según las cuales hay un apoyo masivo a la eutanasia en nuestra sociedad.
Es preciso seguir investigando, caracterizar mejor la situación de los enfermos terminales y sus expectativas de supervivencia, incluso perfeccionar la aplicación de los criterios de muerte clínica. Pero, una sociedad que acepta la eutanasia abre un camino en el que para muchos ya no hay retorno posible. La inversión del valor del curar o aliviar –al enfermo terminal también, por supuesto- como principio esencial de la Medicina, sustituyéndolo por el de provocar la muerte, puede abrir vías cuyos límites son impredecibles. Como vengo afirmando la sociedad que acepta la terminación de la vida de algunas personas, en razón a la precariedad de su salud y por la actuación de terceros, se inflige a sí misma la ofensa que supone considerar indigna la vida de algunas personas enfermas o intensamente disminuidas. Se echa por tierra algo tan humano como la lucha por la supervivencia, la voluntad de superar las limitaciones, la posibilidad incluso de recuperar la salud gracias al avance de la Medicina.
Por obvio que parezca, es necesario seguir afirmando que oponerse a la eutanasia no supone abogar por prolongar la vida con tratamientos fútiles en una suerte de obstinación terapéutica. Evitar ese encarnizamiento es también fundamental y no constituye eutanasia. No obstante, tenemos que aceptar que se van a producir situaciones dudosas que deben resolverse desde la consideración del valor de la vida humana así como el conocimiento científico. Me resulta muy inspiradora la postura del filósofo Agustín Domingo ofreciendo ideas sobre el cuidado responsable, entre ellas: atender, tener compasión, ayudar y ponerse en el lugar del otro.
César Nombela es rector honorario de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y presidente de la Fundación Carmen y Severo Ochoa.