Artículo de opinión de José María Abellán, vicepresidente de la Asociación de Economía de la Salud (AES)
De acuerdo a las estimaciones recogidas en el Plan Estratégico para el Abordaje de la Hepatitis C puede haber en nuestro país un total de 688.000 infectados, de los cuales 472.000 tendrían activo el virus. La historia natural de la enfermedad juega, no obstante, a favor del reloj para un porcentaje de pacientes situado entre el 15% y el 45%, que expulsan de forma espontánea el virus. Para un 20% de los restantes, la enfermedad progresará a cirrosis hepática en un plazo medio de 20 años.
El tratamiento habitual para los pacientes crónicos de hepatitis C ha consistido hasta muy recientemente en una combinación de medicamentos basados en el interferón. Esta terapia consigue un porcentaje de curación virológica (esto es, de ausencia del ácido nucleico del virus en sangre) que apenas sobrepasa el 50% para los pacientes infectados con el genotipo 1, el más frecuente de los 7 reconocidos. Con la comercialización de nuevos medicamentos inhibidores de la proteasa, se desarrolló hace unos años una terapia triple conducente a tasas de eficacia de hasta el 80% según genotipo, pero con efectos adversos notables.
El gran salto cualitativo se produjo con el desarrollo de los inhibidores de la polimerasa. El principio activo sofosvubir, comercializado con el nombre comercial de Sovaldi, revolucionó los mercados, a los pacientes y por ende a los gobiernos. El coste del tratamiento con sofosbuvir alcanzó en los EE.UU. casi los 90.000$ – la píldora de los 1.000$/día – con tasas de curación virológica cercanas al 90% y menores efectos adversos que los tratamientos precedentes. A lo largo del bienio 2014-2015, el sofosbuvir junto con otros nuevos principios activos fueron incorporados a la prestación farmacéutica española, alcanzando sus diversas combinaciones, según algunos ensayos clínicos, tasas de eficacia superiores al 95%.
Estamos así ante un abanico de nuevos antivirales que han recibido el calificativo de disruptivos. Sin embargo, todos deberíamos de reflexionar acerca del calibre de ese calificativo, por varias razones. En primer lugar, para no devaluar el significado del término. El descubrimiento de internet fue disruptivo, como lo fue en su día el del omeprazol; pero no es igualmente disruptiva la ampliación del ancho de banda, como tampoco lo es, pese a sus innegables bondades, el avance experimentado con los inhibidores de la proteasa y la polimerasa. En segundo lugar, aunque la evidencia disponible sobre la eficacia y seguridad de estos medicamentos es creciente, lo cierto es que la mayoría de los ensayos se han realizado con muestras reducidas de pacientes, especialmente minoritarias en los estadios avanzados de la enfermedad. A esto se une que apenas hay datos sobre su efectividad, esto es, sobre su desempeño en condiciones reales de práctica clínica. La escasa evidencia recopilada al respecto apunta a porcentajes de respuesta virológica más discretos (del entorno del 80%). Por último, hay que subrayar que, sobre todo para los pacientes cirróticos, curación virológica no es necesariamente sinónimo de curación de la enfermedad. El virus puede no detectarse en sangre, pero permanecer en tejidos y órganos. Resulta innegable, pues, que se precisan de estudios de seguimiento de largo plazo para constatar, entre otras cosas, en qué medida los elevados porcentajes de curación virológica se traducen en beneficios clínicos perdurables.
Las limitaciones reseñadas no ha sido óbice para que estos tratamientos hayan sido incorporados a la prestación farmacéutica en unas condiciones de financiación aparentemente ventajosas, a tenor de las declaraciones ministeriales. El problema es que en realidad no sabemos exactamente cuáles son esas condiciones, ya que se han barajado diferentes techos de gasto: inicialmente 125 millones para sofosbuvir; luego 727 millones a 3 años para todos los nuevos antivirales; finalmente el Plan recoge un techo de 787 millones, pero sólo para los 3 últimos medicamentos autorizados. Y ninguno de esos techos concuerda con la ayuda brindada a través del Fondo de Financiación a las CC.AA., que ascendió a 1.094 millones de euros según la actualización del Programa de Estabilidad 2016-2019 del Reino de España. Para terminar de enredarlo todo, según datos publicados por el Ministerio de Hacienda en enero de este año, el gasto acumulado por las CC.AA. en medicamentos para la hepatitis C durante 2015 ascendería a 1.241 millones de euros, 147 millones más de los reflejados en el Programa de Estabilidad.
Por otra parte, si bien eran 51.900 los pacientes que se preveía tratar inicialmente, de los cuales supuestamente ya han recibido tratamiento más de 40.000, lo cierto es que del propio Plan se infiere que el número real de candidatos podría ser más del triple. Teniendo en cuenta que se ha gastado en un año más de 1.000 millones de euros sin haber abarcado siquiera la cifra de pacientes inicial, resulta osado conjeturar – como se hace en el Programa de Estabilidad – “un impacto en gasto significativamente menor en 2016” por la hepatitis C en la factura farmacéutica de las CC.AA. ¿Seguro que el gasto en los nuevos antivirales para la hepatitis C será “no recurrente”?
Con todas estas incertidumbres, lo que menos debe hacerse es crear un “silo” en el presupuesto para financiar con fondos finalistas tratamientos innovadores. De darse este paso, podríamos entrar en una dinámica muy peligrosa, con reivindicaciones constantes de colectivos de pacientes y sociedades profesionales, para “asilar” fondos dirigidos a tratar las más variopintas patologías. Ni los fondos específicos, ni las ayudas financieras adicionales (excepto en situaciones de emergencia), son la solución para financiar los medicamentos innovadores. El presupuesto sanitario debe contemplarse en su integridad, como integral debe ser también la respuesta a la insuficiencia financiera de las CC.AA. que tienen que sufragar los tratamientos. Hay que cambiar el modelo de financiación autonómico, dotando a los territorios de mayor suficiencia financiera, exigiéndoles en justa reciprocidad que sean corresponsables en la gestión de los fondos.
Por lo demás, ya es hora de darle un vuelco considerable al procedimiento de incorporación de medicamentos y tecnologías sanitarias al catálogo de prestaciones. Los Informes de Posicionamiento Terapéutico, dosieres que únicamente revisan la eficacia y seguridad de los fármacos, no pueden ser el único basamento de las decisiones de financiación y fijación de precio. Hay que incorporar ex ante la evidencia sobre el balance entre coste y efectividad a esos informes, y tomarlo en consideración para actualizar la prestación farmacéutica. El sistema, además, debe ser ágil y las decisiones revisables, conforme se amplíe la evidencia disponible sobre el medicamento provisionalmente financiado. Por último, como dicha evidencia será escasa al principio de la vida del producto y los resultados en salud que pueda generar inciertos, la financiación de la innovación requiere tomar precauciones. Y en este contexto la precaución pasa por suscribir acuerdos de riesgo compartido entre la industria y el financiador, basados en el principio de que “lo que no cura, no se paga”.