Artículo de Raquel Ballesteros Pomar, socia en Simmons & Simmons
El pasado 17 de febrero de 2022 el Tribunal Supremo dictaba una Sentencia absolutamente disruptiva sobre el valor de los informes técnicos de la Administración. Tan disruptiva como injustamente desapercibida por una comunidad jurídica demasiado entretenida en los retos del metaverso (que, por cierto, apuntan a terminar siendo tan efímeros como fueron los del blockchain).
1. En efecto, al enjuiciar la valoración de un cuadro de Sorolla (“Fin de Jornada”), a fin de permitir o no su exportación temporal, el alto Tribunal torpedea la línea de flotación de una presunción que lleva navegando a sus anchas desde 1956: la del pleno acierto de los informes técnicos de la Administración.
Aunque la “novedad” pueda sorprender a los no avezados a litigar contra la Administración, lo cierto es que se reconoce por primera vez que tales informes “pueden ser contrarrestados o neutralizados por otras pruebas, es necesario examinarlos críticamente, sin otorgar automáticamente mayor fuerza por el solo hecho de provenir de la Administración», advirtiendo la Sala:
- Que “no es lo mismo que un informe o dictamen emanado de la Administración se haga valer como medio de prueba en un litigio entre terceros o en un litigio en que esa misma Administración es parte. En este último supuesto, no tiene sentido decir que el informe o dictamen goza de imparcialidad y, por ello, merece un plus de credibilidad: quien es parte no es imparcial”.
- Que “no es lo mismo un funcionario inserto en la estructura jerárquica de la Administración activa que alguien que —aun habiendo sido designado para el cargo por una autoridad administrativa— trabaja en entidades u organismos dotados de cierta autonomía con respecto a la Administración activa”.
Con estos mimbres termina anulándose la Sentencia de instancia por lo que hizo –“basa(r) su decisión fundamentalmente en una pretendida "mayor objetividad e imparcialidad" de los expertos al servicio de la Administración”, “limitándose a decir que cuando concurren un experto privado y uno de la Administración debe darse mayor credibilidad a éste último”. “Y esto, como se ha visto, no es lo que la ley requiere” y por lo que no hizo –un “análisis comparativo de los argumentos desarrollados en los distintos informes y dictámenes recogidos en las actuaciones” a fin de “examinar la mayor o menor solidez de cada uno”, “teniendo en cuenta sus fuentes, su desarrollo expositivo, e incluso el prestigio profesional su autor”-.
2. Pues bien, el pasado 19 de octubre de 2022 el Tribunal Supremo da un nuevo espaldarazo a la “doctrina Sorolla” al pronunciarse sobre los informes técnicos emitidos para la valoración del justiprecio de la malagueña “Cueva del Tesoro”, única gruta de origen submarino de Europa, con valiosos restos arqueológicos y un tesoro pirata de leyenda nunca encontrado.
Y así, sin desconocer la “presunción de acierto de la que gozan los Jurados de Expropiación en la determinación del justiprecio, a los que cabe asimilar, a estos efectos, las Comisiones de Expertos a que se refiere el artículo 78 de la LEF, por estar éstas integradas por personas singularmente aptas para valorar los bienes que son objeto de expropiación cuando están dotados de valor histórico, artístico o arqueológico” el Tribunal aclara que “ello no quiere decir, en modo alguno, que las conclusiones que puedan alcanzar estas Comisiones no puedan ser rebatidas. Pueden ser desvirtuadas mediante prueba en contrario” y,en particular, a través de “otro informe dotado de consistencia suficiente para evidenciar el desacierto de aquellos expertos”.
3. Aunque la valoración técnica de bienes artísticos y culturales pueda aparentemente parecerse a la de los medicamentos tanto como un huevo a una castaña, lo cierto es que la “música” que alumbra el binomio jurisprudencial Sorolla-Cueva del Tesoro resulta de plena aplicación a estos últimos, proporcionando claras pautas jurídicas para rescatar a los famosos “Informes de Posicionamiento Terapéutico” (IPTs) del limbo jurídico en el que los ha colocado su regulación con meras Guías y Planes, en lugar de con verdaderas normas jurídicas.
En efecto, si realmente se pretende que las decisiones de la Administración sobre los medicamentos a financiar por el Sistema Nacional de Salud descansen en la valoración de estos IPTs, su realización deberá asignarse a evaluadores técnicos jerárquicamente independientes del financiador, inevitablemente condicionado por las restricciones presupuestarias y los recursos escasos, pues otra cosa seríaalgo que nuestros Tribunales ya han reprochado: sería “utilizando las palabras de Lafontaine, como poner a una zorra a cuidar de las gallinas” (Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha, de 21 de mayo de 2009, Recurso 71/2008).
Aun así, la presunción de acierto de esos IPTs, absolutamente condicionada a tal independencia e inexistente sin ella, ni siquiera será plena, debiendo poder desvirtuarse con otros informes técnicos que los laboratorios deberían poder aportar sin restricciones y sin repeticiones respecto de los ya aportados para la autorización del medicamento.
Y ello, además -siguiendo con la lista navideña de deseos para el legislador- en el marco de un verdadero y autónomo procedimiento administrativo de evaluación técnica, con una fase europea -la que, de hecho, ya regula con acierto el nuevo Reglamento 2021/2282, introduciendo una evaluación conjunta europea (los medicamentos tienen los mismos efectos farmacológicos en todos los Estados Miembros, no hay tiempo ni recursos para estar evaluando simultáneamente lo mismo en cada uno de ellos…menos aun en todas las regiones de todos los Estados)- y una fase nacional, limitada, según ese mismo Reglamento, a las particularidades derivadas del concreto contexto sociosanitario de cada Estado, sin margen a reevaluar aspectos comunes.
Raquel Ballesteros Pomar es socia en Simmons & Simmons.